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Dan ganas de todo

Tenía ganas de escribir algo sobre la derrota del acuerdo de paz, pero durante todos estos días no encontraba con qué palabras hacerlo sin caer en las trampas fáciles del mal perdedor: que ganó el miedo, que ganó el odio, que ganó la mentira mil veces repetida, que ganó el país encerrado en sí mismo, que ganó la desconfianza en el futuro, que ganó el resentimiento personal de un caudillo que no se resigna a no ser ya el centro de la adoración nacional. En suma, que la patria sigue boba.

Una tangente ilustrativa: hace muchos años, por razones puramente familiares, intenté estudiar una carrera técnica en el SENA de Barranquilla. Una noche, durante la clase de computación, mis compañeros empezaron a quejarse de sus problemas burocráticos. La profesora les contestó: No hablen mal de SENA, porque ustedes son el SENA.

¿Cómo se hace para señalar lo que está mal en Colombia sin quedar uno mismo salpicado, porque uno también es Colombia? Una parte de mí necesita decir que yo sigo creyendo en la posibilidad de la paz, y que cuando todo esto termine yo podré decir que siempre estuve del lado correcto, y que solo basta tener paciencia por unos días más hasta que el gobierno anuncie una solución clara, pero otra parte de mí siente que, por haberme ido de vacaciones en septiembre en lugar de haber participado en algún esfuerzo pedagógico de los muchos que hubo, tengo un seismillonésimo de la culpa de que el acuerdo de paz no haya sido aprobado.

Pero todo parecía tan seguro. Encerrado en mi burbuja informativa vi a todos mis conocidos hacer coro por el sí y burlarse del no y dar por sentado que todos iban a ser igualmente sensatos. Nos contentamos con creer que la vida podía continuar mientras intencionalmente ignorábamos al otro medio país. En eso se resume la historia colombiana: cada mitad cree que puede hacer de cuenta que la otra mitad no existe, y por eso de vez en cuando nos caen sorpresas como esta, y cuando no las sabemos digerir volvemos a matarnos.

Tenía ganas, después de haber estado presente en un par de manifestaciones públicas por el sí que ocurrieron antes del día de votaciones, de unirme a la que de verdad importaba: la marcha del silencio, la que promete repetirse en todo el país y unir a todos los bandos y reclamarles a los opositores del acuerdo que dejen de estorbar y empiecen a proponer. Pero cuando fue hora de marchar en Bogotá yo tenía que trabajar. Tuve la tentación de dejar el trabajo para después y hacerme presente allí, donde más necesitaba estar. Sigo tratando de entender por qué no lo hice. En buena parte puede ser porque continuar con mi vida normal es la vía más cómoda: yo tengo mis propias obligaciones y todo en mi vida inmediata parece seguir funcionando y es un cambio de planes molesto en medio de la semana ponerme a pensar en qué país y qué futuro quiero. Sobre todo después de la decepción del domingo, no se siente como si buscar mejorar el país valiera la pena. Y pensando así me parece que empiezo a entender a la gente del no.

Santos cometió errores estratégicos que al principio no fueron evidentes. La insistencia en bajar el umbral de participación del plebiscito fue fatal: si no lo hubiera hecho, habría podido ignorar la minúscula ventaja del no y poner en marcha la ejecución del acuerdo sin mayores estorbos. Pero más grave en retrospectiva fue la decisión de someter todo esto a votación en primer lugar. Santos no tenía ninguna necesidad de arriesgarse tanto; debería haber bastado la autoridad que le dimos en la elección presidencial. El resultado que obtuvimos lo debilitó. Un funcionario en esas circunstancias estaría moralmente obligado a renunciar en un país menos caudillista.

Pero la cultura política que tenemos es inmadura y simplista. Esa fue la debilidad que supo explotar la campaña del no: desinformar, apelar a las emociones más básicas y sacar malestares a la superficie. Por eso no me siento totalmente culpable cuando hablo mal de los opositores del no: porque su campaña sí fue sucia y de mala fe.

El hecho de que esa campaña sucia haya encontrado un público favorable dice mucho sobre ese medio país que me rodea. Al final tuvo razón esa sensación que tuve durante las primeras horas del anuncio de la victoria del no, esa sensación que más tarde traté de moderar para ser justo con mis oponentes y que ahora asumo sin problemas: que junto a mí convive un medio país voluntariamente ignorante y orgullosamente odioso, al que le falta el conjunto básico de cualidades que uno espera de una sociedad decente.

Esa sensación lleva a preguntas como: ¿para qué tenemos democracia si es tan fácil de desviar que en cada votación el país se traiciona a sí mismo? ¿Para qué fomentamos el amor patriótico en un estado que funciona al revés y en lugar de inspirar da vergüenza? ¿Para qué tenemos país si claramente no queremos vivir juntos? Después de la bofetada que les dio el país montañero, no podría reprocharles a los chocoanos que ahora quisieran independizarse. Pero en Colombia el odio regionalista es un veneno explosivo. Incluso si en estos momentos suena como la idea más razonable del mundo dejar que se vaya la soberbia Antioquia, para que se encierre a vivir sola en la montaña, temerosa de todo, el proceso para poner en marcha cualquier proceso separatista nos haría volar en pedazos. Admitir que Colombia es (y debería ser) varios países nos llevaría por un camino mortífero, y esos desenlaces ya los conocemos.

Dan ganas, entonces, de irse de Colombia. El razonamiento usual es que, si uno no puede construir aquí el país donde quiere vivir, al menos sí puede renunciar al país donde no quiere vivir. Pero necesito examinar qué significa exactamente ese deseo, porque lo he sentido en muchos momentos diferentes y puede obedecer a una variedad de motivaciones. La principal es que me incomoda saber que, entremezclado con toda la gente que me encuentro en la calle, vive ese medio país que me niega la felicidad y al mismo tiempo tiene miedo de mis ideas progresistas. Los colombianos nos hemos convertido en enemigos mortales que solamente la inercia de la historia obliga a compartir espacio. Pero me parece iluso esperar encontrar una situación diferente en otro país. Y si los que están en mejor capacidad de corregir a Colombia son precisamente los que se van, el país tardará muchísimo más en volverse un vividero deseable.

Si la historia de Colombia fuera una novela, con el resultado de este plebiscito uno diría que la trama se ha puesto más interesante. Para quienes tenemos que vivirlo, es una maldición pasar por un momento políticamente interesante. He visto la especulación de que el juego de Santos es esperar todo este mes para darle oportunidad al uribismo de demostrar su falta de ideas y, como estocada final, ejecutar de todos modos el acuerdo de paz. Suena poco probable que un político colombiano sepa orquestar planes a ese nivel. Pero si es eso lo que termina sucediendo, las cosas sí que se pondrán interesantes.

También tenía ganas de hacer un análisis estadístico para cotejar el reporte final de la Registraduría con datos demográficos e históricos por municipio, pero La Silla Vacía se me adelantó. Esa es la clase de periodismo que sueño con hacer algún día.

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