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El problema del culto al héroe

Leyendo el prólogo que Heinrich Heine escribió para la edición alemana de Don Quijote, nos queda claro que al hombre le gustó el libro. Le gustó en grado superlativo. Las descripciones se quedan cortas para hacerle justicia al efecto que Don Quijote tuvo sobre Heine. Y para quien ha leído el mismo libro esa admiración tan devota suena preocupantemente familiar.

Sabemos que el caballero Don Quijote amaba cierto tipo de novelas que en su época habían pasado de moda. Las amaba tanto que se convenció de que así funcionaba el mundo y así tenía él que organizar su propia vida. Y por cosa de mil páginas no hace más que hablar maravillas de un género literario muerto y una visión de mundo fantasiosa. Uno termina teniéndole lástima al pobre desquiciado: se dejó encandilar por una época que ni siquiera existió.

De Heine uno puede decir lo mismo: quedó tan encandilado por la lectura de Don Quijote que pone a Cervantes en un pedestal y durante todo ese prólogo se dedica a cantar sus alabanzas en un tono que al principio puede impresionar pero al final agota y hasta produce cierta vergüenza. Tal como el caballero loco castigaba a quienes hablaran mal de su ídolo Amadís, Heine convierte a Cervantes en un ídolo y declara sin valor todo lo que se ha escrito después (a excepción de su nuevo ídolo, el señor Goethe, lo cual es problemático de la manera en que todo patriotismo es problemático). Sin darse cuenta, Heine cayó en la misma enfermedad que en el libro le causaba tanta impresión. La lectura de Don Quijote lo enloqueció y lo convirtió en militante defensor de escritores desamparados.

Es fácil imaginar que Heine habría mantenido la misma opinión si hubiera vivido hasta nuestros tiempos y hubiera leído el resto de lo que se ha escrito: todavía hoy se le rinde culto a Cervantes y se les enseña a los lectores a rendirle culto. Sean cuales sean los méritos de Don Quijote, no suena creíble que hayan pasado cuatrocientos años en blanco, sin ninguna creación igualmente valiosa. Es una actitud derrotista creer que lo mejor que se podrá escribir es lo que ya se escribió. No tiene el menor sentido seguir escribiendo si uno se convence de eso.

Pero también es peligroso recibir los nuevos clásicos con exceso de entusiasmo: el siglo XX perdió la cabeza con Ulises y con Cien Años de Soledad y olvidó que ni la una ni la otra agotan la literatura. Caemos enfermos del mismo mal que el caballero loco si vivimos idolatrando lo que ya pasó. Hay que perderle el miedo al sacrilegio de pretender superar a los maestros. Para eso están: para ser superados. Los grandes maestros merecen nuestro respeto, pero no nuestra perpetua reverencia.

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