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Hay que ver cuánto nos gusta castigar

Vivimos empujados por pánicos moralistas. Hace pocos años el tema era buscar la cadena perpetua por delitos contra los niños; hoy el populismo punitivo ha tomado la causa de castigar con más dureza a quienes agreden a las mujeres. La Ley 1761 de 2015 creó el delito de feminicidio definiendo un conjunto nuevo de circunstancias agravantes del homicidio (haciendo un resumen muy burdo: cuando es precedido de un patrón continuo de agresión, opresión, amenazas, abuso de poder o secuestro). Esta ley fue demandada porque al leerla con cuidado se advierte que no define con suficiente claridad la categoría de feminicidio (y con eso yo concuerdo), pero la Corte Constitucional avaló la ley y extendió su aplicabilidad a víctimas transgénero (y con eso yo concuerdo).

Considerando la clase de país que tenemos, la Ley 1761 parece buena idea. Pero tiene micos: más adelante el texto duplica la pena por lesiones personales cuando el delito sea atribuible a misoginia (una circunstancia difícil de probar objetivamente) o cuando la víctima, de cualquier sexo, sea menor de 14 años de edad. O sea: Gilma Jiménez ganó. Y en las páginas finales hay un artículo que manda al Ministerio de Educación añadir la perspectiva de género a la malla curricular. Porque ese es el otro componente de los pánicos moralistas en Colombia: a cualquier tema que esté de moda le creamos una cátedra escolar.

En condiciones ideales matar a un hombre o a una mujer debería ser igualmente grave, pero tenemos que reconocer que estamos en Latinoamérica y vivimos rodeados de machos cavernícolas. Nuestra sociedad no es segura para las mujeres, e incluso cuando el sistema judicial trata de funcionar, sigue equivocándose. Aun así, no podemos pasarnos la vida aumentando las penas cada vez que los noticieros nos muestran una cosa nueva de la que asustarnos. Quienes se han dedicado a investigar estos temas han descubierto que la meta que buscamos al castigar delincuentes es más la venganza que la prevención.

Los colombianos odiamos abiertamente a nuestros presos: hace unos días hubo escándalo porque un juez le concedió detención domiciliaria a Miguel Nule por razones de salud mental. Abundaron las protestas y quejas y muestras de indignación. Sobre todo fue chocante contrastar el beneficio que recibió, debido a las gestiones de su abogado defensor, con las condiciones en que viven presos mucho más enfermos y peor defendidos. Hasta el Procurador se opuso, aunque la Fiscalía insistió en que la medida iba a ser temporal. Ya veremos.

Sé que en nuestra rencorosa sociedad es sumamente impopular defender los derechos de los delincuentes, pero el odio que provocan es precisamente la razón por la que más necesitamos recordar que siguen siendo humanos. Si consideramos el caso de los presos con VIH en Valledupar, la injusticia no está en que Nule haya sido favorecido, sino en que no se favoreció a mucha gente más. Las cárceles colombianas están en estado de emergencia. El trato que recibió Nule no debería ser la anomalía del sistema, sino la regla que se aplique a todos. Si cinco mil presos están demasiado enfermos para vivir encerrados, entonces deberíamos conceder cinco mil detenciones domiciliarias.

Las manifestaciones de oposición al trato que se le dio a Nule evidencian nuestro lado cruel. Parece como si un hombre enfermo perdiera el derecho a ser atendido porque le hizo daño al país. Y como perdimos Caprecom, así parece ser. Pero de nuevo: darle atención médica de calidad a un preso con dinero de los contribuyentes no debería ser la excepción, sino que el Estado debería garantizar salud para todos sus habitantes (y a estas alturas tenemos que ir inventándonos algo más eficaz que la casa por cárcel). Nuestra hostilidad hacia los presos también explica que nadie haya protestado por el ambiente hostil que vive Fredy Valencia en La Picota: damos por sentado que la vida de un preso debe ser horrible y corta.

La Corte Constitucional opina que no tiene por qué ser así: tenemos miles de presos que no han sido condenados y no tienen nada que estar haciendo en una cárcel. A principios de este año emitió una orden para que dejemos esa manía de encarcelar porque sí y porque no, usando un argumento que merece enmarcarse: “La política criminal ha sido reactiva, populista, poco reflexiva, volátil, incoherente y subordinada a la política de seguridad”. Al Ministro de Justicia no le sonó bien ese reclamo, y está promoviendo una ley para demorar por un año más la libertad de miles de personas. La actual legislatura termina el 20 de este mes, así que todos están corriendo, pero el Ministro quiere que el estorbo a la orden de la Corte sea más permanente. Su argumento más sensacionalista es que no podemos permitir que queden en la calle centenares de acusados de delitos sexuales, pero si nos vamos a tomar en serio la presunción de inocencia, lo que debe suceder con todos esos acusados es precisamente que queden libres. En este momento no sabemos si son culpables de esos delitos, pero sí sabemos que no son culpables de la ineficiencia del sistema judicial.

¿Qué hacer? En una de las pocas ocasiones en que Horacio Serpa ha dicho algo inteligente, el hombre dio en el clavo:
Los niños colombianos nacen buenos como los de Suiza, pero a muchos los corrompe la sociedad, el desamparo, el abandono social, el pésimo sistema educativo, la falta de ingreso en las familias, el entorno descompuesto, la falta de oportunidades y la miseria. Ya es hora de que se vuelva a pensar que la miseria y el desamparo social crean condiciones para el delito. Y de que asumamos que somos un país con enorme pobreza y dramáticas desigualdades. No hay prevención del delito. No hay resocialización para los delincuentes. Tampoco hay preocupación, porque la sociedad se tapa los ojos para no sentirse responsable. Requerimos un gran propósito nacional para solucionar las crisis de la delincuencia, la justicia, la desigualdad y de las cárceles.

Es posible castigar el delito sin dejar de ser una sociedad compasiva. El sistema judicial noruego se puso límites a sí mismo para no violar los derechos de Anders Breivik, el peor asesino de toda la historia de ese país. Esa es la mayor victoria sobre el delito de la que puede enorgullecerse una sociedad: demostrarle que no nos ha quebrantado, que no nos ha degradado, que no nos ha hecho perder la cabeza. Los mismos gringos, que hoy andan tan susceptibles por todo, les hicieron juicio a los nazis, como hace la gente decente.

En nuestras antípodas, la Asociación de Médicos de Indonesia anunció que no obedecerá el decreto presidencial que ordena la castración química para delincuentes sexuales. Por supuesto, la norma surgió del escándalo público alrededor de un caso de violación especialmente atroz. Sin embargo, los médicos no cedieron y se negaron a participar en una práctica inhumana. Felicitaciones.

Mientras tanto, ¿alguien sabe adónde fue a parar Miguel Nule?

Comentarios

  1. Yo siempre he pensado que las penas deben ser proporcionales tanto a los daños y perjuicios cometidos como a la capacidad de discernimiento del perpetrador.

    Sin embargo como también aquí en Colombia la pena es proporcional a la clase social y a la plata que uno tenga (ver casos manzanera y salamanca, así como el caso pretelt y los "buenos muchachos de uribe") entonces la gente comienza a desconfiar de la justicia (aunque no debe descartarse la legitima defensa) como dice la conocida frase colombiana "la justicia es pa los de ruana"

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